La foto es una versión pop de la historia de Cenicienta. La mirada perpleja del joven de 24 años que espera el avión en el aeropuerto de Melbourne (Australia) es una
forma elocuente de grito silencioso: el sueño ha terminado, no hay retorno.
Durante los diez días previos al de la imagen (14 de junio de 1964) Jimmie Nicol había vivido dentro de una violenta y deliciosa fantasía. Como en uno de esos concursos donde permiten al ganador hacer realidad todos los caprichos en un plazo cerrado de tiempo para luego regresar a la contingencia diaria, Nicol había formado parte del grupo de seres humanos más famosos del planeta: los Beatles.
Contratado de la noche a la mañana cuando el batería Ringo Starr sufrió una feroz infección de amigdalitis y tuvo que ser ingresado en una clínica, Nicol fue el parche de urgencia reclutado por el agente Brian Esptein para que la caja registradora del cuarteto no dejase de funcionar en la cúspide de la beatlemanía.
Fue fichado por teléfono el 3 de junio. Al día siguiente tenía que incorporarse. Aceptó, por supuesto. Excepto una simbólica protesta de George Harrison (“si no va Ringo, yo tampoco”), nadie puso en tela de juicio la decisión y el grupo tragó. Epstein no sabía conjugar el verbo cancelar y los Beatles no sabían decir no a su ávido agente.
A Nicol le cortaron el pelo a lo mocker, le dieron permiso para que usara los uniformes beatle de Ringo (los pantalones le quedaban cortos, pero no era plan encargar prendas nuevas para un mercenario), eliminaron de las actuaciones I Wanna Be Your Man, la canción que cantaba Ringo (no se notó demasiado, los conciertos de los Beatles eran de solamente once temas, que pasaron a ser diez) y lo soltaron en la arena del circo.
Fue un beatle en ocho actuaciones en Australia —donde el grupo fue recibido por la mayor multitud que congregó nunca: 300.000 personas— , Hong Kong, Dinamarca y Holanda. En este país también participó en un programa de televisión e incluso fue entrevistado.
“Mejórate, Ringo. Jimmie está usando todos tus trajes“, telegrafió John Lennon al postrado batería oficial. Paul McCartney no llegó a tanta ironía e hizo uso de la portavocía de carita guapa del grupo: “Jimmie no deja de mirar a las fans y se olvida de tocar la batería”.
La mañana en que la reincorporación de Ringo acabó con el sueño, Nicol salió temprano hacia el aeropuerto de Melbourne. Los demás beatles dormían y no se atrevió a despertarlos para despedirse. Antes de dejar el hotel Epstein le dió un cheque de 5.000 libras esterlinas y un reloj Eterna-matic en el que había encargado que grabasen: “De los Beatles y Brian Epstein a Jimmie, con agradecimiento y gratitud”.
Los diez días de Nicol como beatle dejaron cicatrices. El músico no pudo superar la sensación de que había salido del mundo real, caído en una fantasía de veneración ciega, fama sideral y admiración sin condiciones para ser arrancado de ella y arrojado de nuevo a la vulgaridad de la vida.
Ahogó la confusión con un tren de vida loco y nueve meses después de ser un beatle temporal, se declaró en bancarrota.
Siguió tocando en proyectos tan absurdos como mediocres (entre ellos un grupo mexicano que intentó vanamente abrirse hueco en el mercado del bossa nova) y se buscó la vida con una empresita de reformas de viviendas.
Desde hace más de quince años, Jimmie Nicol vive recluido en su casa de Londres.
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