Fuente: efeeme.com por Julio Valdeón Blanco
Últimamente no soy demasiado partidario de los Beatles. O sea, los amo pero camino por otros pastos. ¿Importa? En la medida que ayuda explicar mejor estas
líneas, sí. Tengo todos los discos, varias cajas, un montón de libros, etc., de sus majestades los reyes de Liverpool. Creo poder recitar de memoria buena parte de su resplandeciente repertorio. Es solo que, en caso de verme obligado a elegir me decantó más y más por rutas alternativas. Supongo que tiene que ver con mi decreciente aprecio por el barroquismo pop, los experimentos en el estudio y los collages sonoros que su obra, del Sargento Pimienta en adelante, suena en mi casa menos de lo que mereciera. Eso sí, no discuto la primacía del grupo en el Olimpo musical del siglo XX, sección rock and roll. Únicamente Dylan puede mirarlos a los ojos y no palidecer. De hecho, añado, solo Dylan está por encima. Lo cual tampoco me impide recordar con añoranza el temprano flechazo con el grupo, ni admitir que me aburren un poco los flirteos psicodélicos de un McCartney empeñado en demostrar durante los últimos años del grupo que nadie estaba más a la última.
Sea como fuere, el pasado mes de septiembre se editó una magna caja recopilatoria, “The Apple years 1968-75″, en la que se comprimían los seis primeros discos de George Harrison. Harrison el segundón. Harrison el puteado por sus primos mayores. Harrison el hombre que así y todo se las arregló para colar unas cuantas canciones eternas en la fase terminal de los Beatles. La caja, de impecable factura, muestra las virtudes y excesos de un Harrison que poco a poco iniciaría un declive que tenía mucho que ver con su misantropía y menos, mucho menos, con un talento que en verdad poco tenía que envidiar al de sus compinches. Del orientalizante, curioso, a veces hipnótico y otras decididamente pelma de ”Wonderwall music”, excepto si lo tuyo es la meditación, al a veces poco digerible “Electronic sound”, el fabuloso “All things must pass”, el recomendable “Living in the material world” y el vitriólico y algo caótico “Dark horses”, el menú es amplio, ancho, rico y (difícil que fuera de otra forma dada la cantidad de música que engloba), entre distraído e insuperable. Cuando la guitarra fluyente, líquida, dulcísima de Harrison se alía con su voz nostálgica y tierna, cuando aflora el compositor directo y poético, recuerdas otra vez lo bueno que era. De paso te entra cierta morriña de los discos que hacía tanto que no escuchabas (es que, madre mía, ¡”All things must pass” es un discazo!) al comprobar por enésima vez el nivel de unos Beatles en los que semejante fiera ejercía el papel de adusta comparsa.
Dicho lo cual no queda otro remedio que regresar al principio de esta pieza, buscar sus discos y meterme en vena, otra vez, las aventuras de cuatro chavales que tocados por los dioses cambiaron el mundo. Nada como una cierta distancia para volver a apreciar aquello que un día amamos.
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