Fuente: letralia.com Dixon Acosta
The Beatles, pero especialmente Paul McCartney, llegaron a mi vida
de la mano izquierda de Daniel Bohórquez, alguien que se
estacionó en
el recuerdo personal como un eterno joven, con quien intentamos hacer
una banda musical en la madrugada de los años ochenta, en la cual yo
sería el letrista y segunda voz (soy bueno para acompañar, fatal como
voz líder). En mi caso, no sabía tocar ningún instrumento, pero al
igual que Ringo Starr, mi sentido del humor y buena energía podían
solventar esa carencia.
Mientras yo era un supino ignorante sobre The Beatles, Daniel era
experto en lo divino y humano sobre los cuatro de Liverpool. Así que
mientras la idea de nuestro grupo musical se concretaba, el zurdo
guitarrista Daniel me iba enseñando lo necesario sobre John, George,
Ringo y Paul.
En mi proceso personal de conocimiento sobre la banda británica,
rebosaba de admiración por John, por su ingenio a toda prueba y
rebeldía sin par, pero me alejaba su arrogancia que iba desde su
comparación con Jesucristo, hasta pensar que la guerra se detendría por
su voluntad; resaltaba la personalidad introvertida de George, el
mecanismo fundamental que engranaba la máquina de la música, sin
pretensiones desaforadas; Ringo me hacía gracia y lo pensaba necesario
para equilibrar a los genios, es bueno tener en el equipo a una persona
normal.
Paul McCartney resultó mi preferido y siempre me identifiqué con
su apariencia de chico bueno, el contrapeso a la personalidad volátil de
John. Paul era el compendio de las virtudes de sus compañeros, el que
cocinaba con los ingredientes adecuados en los momentos precisos,
artista integral, compositor de algunas de las canciones más escuchadas
en la historia de la humanidad.
El padre de Daniel tenía un estudio fotográfico y allí, en medio
de nuestros primeros ensayos sin música, observé una serie de
fotografías de Olga, una linda niña que cursaba octavo grado de
secundaria en el Colegio Inmaculada Concepción, en donde estudiábamos
con Daniel. Olga era una niña de un rostro precioso (creo que su cuerpo
también era armonioso, pero en esa época, para bien o para mal, los
muchachos sólo nos fijábamos en la cara de las niñas), otras épocas,
seguro.
Alcancé a ensayar varias letras para supuestas canciones, recuerdo
una que se titulaba “Pegaso”, nombre que correspondería al grupo, del
cual nunca tuvimos más integrantes. Sin embargo, las prioridades en mi
vida cambiaron y todo mi tiempo, aparte del estudio, se fue en
conquistar a Olga, lo que al final pude lograr, gracias a aquellas
composiciones simples pero efectivas que se convirtieron en cartas
escritas en esquelas de color pastel.
Olga, sin saberlo, se convirtió en nuestra Yoko Ono, entre otras
cosas porque ella atraía en secreto a Daniel. Finalmente, la idea de
nuestro grupo musical jamás se concretó, pero el legado de Daniel
Bohórquez en mi vida fue conocer a The Beatles, a admirar a John y
Paul, a acariciar la idea que seríamos la nueva pareja de genios
compositores y llegaríamos a tener fama, dinero y montones de
admiradoras. Ahora bien, nada de eso pasó, pero agradezco la ilusión,
así como a Daniel y al estudio de su padre, la oportunidad de conocer a
Olga, el romance primaveral de la primera juventud.
Han pasado más de 30 años desde aquellos gratos días y el
laberinto de la vida me ha llevado a recorrer las calles de Liverpool,
así como asistir a un concierto de Paul McCartney, uno de los sueños
hechos realidad. McCartney es un artista que llega a todo el mundo, en
sus presentaciones logra congregar varias generaciones, a los abuelos
que se desesperaban en los 60 con la música de The Beatles y terminaron
seducidos por la misma, a los padres que vivieron su juventud con
aquellas melodías inolvidables, así como a hijos y nietos que por
curiosidad arqueológica buscan las raíces de la música que actualmente
les gusta.
McCartney sólo despierta buenos sentimientos, un hombre que a sus
70 años sigue conservando el gesto del chico de clase media de
Liverpool, que no se conformó con hacer historia con The Beatles o con
Wings, su otra banda. Un hombre que sigue produciendo música de todo
tipo, incluso jazz y clásica.
Las canciones de Paul McCartney tienen el
indiscutible valor de lo universal, porque hablando de transeúntes en
Penny Lane uno se transporta a una calle de Bogotá, o el Tío Albert
podría resultar mi querido y fallecido Tío Roberto, porque uno a veces
se siente el tonto de la colina. En fin, porque algún día espero tener
64 años y recordar cuando fui a un gran concierto, no con Olga la novia
fugaz, sino con la compañera definitiva, la cómplice que dibuja una
sonrisa en mi vida, Patricia, a quien le dedico estas líneas, como
todas mis letras.
Ahora que se cumplen 50 años del inicio de The Beatles, puedo
decirlo sin ambages ni dudas, el día del concierto de McCartney ha sido
uno de los más felices de mi vida, al menos las tres horas que duró,
observar en escena a uno de los artífices de la música contemporánea,
al cantautor más exitoso de la historia de las grabaciones en discos,
escuchar la voz que aunque le cueste llegar a ciertas notas por el
envejecimiento de las cuerdas vocales, sigue conservando el mismo tono
armonioso y dulzón.
Ser testigo directo del compositor de buena parte de la banda
sonora de nuestra vida es más que el encuentro con un dios menor, con un
ídolo pasajero de la mercadotecnia musical, es algo trascendental.
Amé esta dedicatoria *.*
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