lunes, 11 de agosto de 2014

Los genios trabajan mejor en pareja.

Fuente: semana.com
Un libro nuevo desafía el mito del genio solitario. Varias duplas famosas demuestran por qué dos cabezas piensan mejor que una.

Paul McCartney y John Lennon conformaron una de las parejas más célebres de la historia de la música. Juntos escribieron y
grabaron cerca de 200 canciones a pesar de sus enormes diferencias. Quienes trabajaron a su lado durante los años sesenta cuentan, por ejemplo, que mientras McCartney tenía un cuaderno donde consignaba meticulosamente sus letras, Lennon era tan desordenado que a cada rato le tocaba buscar pedazos de papel para escribir sus ideas. “Paul estaba dispuesto a esperar lo que fuera necesario para que todo quedara bien; John no veía la hora de terminar” –recuerda uno de los ingenieros que participó en las sesiones de grabación del Sgt. Pepper’s–. “Paul era el diplomático; John era el agitador”.


Una relación complicada, sí, pero muy prolífica. Y aunque a primera vista encaja en la vieja teoría de que los polos opuestos se atraen, va mucho más allá de eso. Así lo explica el libro Powers of Two, escrito por el estadounidense Joshua Wolf Shenk, que intenta desentrañar el misterio sobre el origen de la creatividad. Allí el autor cuestiona el mito del genio solitario, aquel ser meditabundo aislado en una habitación oscura, pues, según él, la interacción entre dos personas es lo que verdaderamente potencia el flujo de ideas. Ese intercambio puede presentarse de varias maneras, ya sea para inspirar, complementar o retar las opiniones del otro. “El problema es que la obsesión de la cultura por el individuo ha oscurecido el poder de la pareja creativa”, explica Shenk en un reportaje reciente de la revista The Atlantic.

Lennon y McCartney encarnan ese poder a la perfección, pero no son los únicos. Además de la música, donde las colaboraciones son muy evidentes, la tecnología es un campo en el que abundan las duplas. Emporios como Apple y Google nacieron precisamente de un esfuerzo mancomunado. Steve Jobs siempre será reconocido como uno de los grandes innovadores del mundo contemporáneo, pero incluso los genios como él necesitan un compañero de aventuras. En su caso fue Steve Wozniak, un ingeniero cinco años mayor, que lo ayudó a crear Apple I, el primer ordenador personal. Wozniak se ocupaba de la parte técnica, mientras Jobs se dedicaba a las ventas. Así, en 1976, en un viejo garaje de Los Altos, California, apareció el logo de la manzana.

Sergey Brin y Larry Page, fundadores de Google, también empezaron en una cochera, pero de Menlo Park, en la Bahía de San Francisco. Allí los dos estudiantes de Stanford idearon un proyecto universitario, BackRub, una suerte de biblioteca digital, que luego se convertiría en el poderoso motor de búsqueda capaz de atender más de 1.000 millones de consultas diarias. Hoy los dos siguen llevando las riendas de la empresa en frentes distintos: Brin supervisa los desarrollos del laboratorio secreto Google X

–responsable de productos como las gafas futuristas o los carros autónomos–, y Page actúa como director ejecutivo. Casi 20 años después de haberse asociado, sus nombres simbolizan el paradigma de la armonía en tándem.

En el campo de las letras hispánicas hay un caso que se asemeja a ese arquetipo. Se trata de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, dos grandes socios literarios que conservaron su amistad y sus habituales cenas por más de medio siglo. Borges le llevaba 15 años a Bioy y por eso al principio su relación era la típica de profesor-alumno. Con el tiempo, sin embargo, el autor de El Aleph reconoció que su discípulo se convirtió “verdadera y secretamente” en su maestro. Además de compartir lecturas y sostener apasionadas discusiones, escribieron a cuatro manos una docena de libros, algunos firmados con sus nombres y otros con seudónimos como el ya legendario Honorio Bustos Domecq. Solo María Kodama, la viuda de Borges, ha tratado de desacreditar la dupla al referirse a Bioy como “el Salieri” de su marido, una injusta y exagerada acusación inspirada en el compositor rival y ‘ladrón’ de las ideas de Mozart.

Esa expresión, de todos modos, sí aplica a otras parejas, especialmente cuando existe amor de por medio. En el ámbito científico continúa el debate sobre el papel que jugó la matemática Mileva Maric, la primera mujer de Albert Einstein, en el desarrollo de la teoría de la relatividad, que le mereció a su esposo el Nobel de Física en 1921. Su correspondencia parece demostrar que su ayuda fue fundamental, pero jamás reconocida. Algo parecido le sucedió a Camille Claudel, la atormentada musa del escultor francés Auguste Rodin, quien no solo la usaba como una de sus tantas amantes, sino como su más directa colaboradora.

Pero no siempre ese tipo de asociaciones termina mal. Los esposos Marie y Pierre Curie ganaron el Nobel de Física por sus estudios de la radiactividad, mientras que el matrimonio de artistas Christo y Jeanne-Claude consiguieron fama mundial con sus excéntricas instalaciones en espacios y edificios públicos, como cuando forraron con cientos de metros de tela el Pont Neuf en París y el Reichstag en Berlín. Nacidos el mismo día, el 13 de junio de 1935, sus nombres hoy se pronuncian como si fuera uno solo.

Después del amor, la sangre es la excusa más poderosa para unir dos mentes creativas y en el cine es donde sucede con mayor frecuencia. Basta empezar por Auguste y Louis Lumière, los inventores del cinematógrafo en 1895. Entre los nombres actuales figuran los directores de la trilogía de Matrix, Andy y Lana Wachowski –este último se llamaba Larry antes de someterse a una cirugía de cambio de sexo–, y los hermanos Joel y Ethan Coen, ganadores de cuatro premios Óscar por sus películas Sin lugar para los débiles (2007) y Fargo (1996). Ante la recurrente pregunta sobre su método de trabajo, los Coen responden sencillamente: “Uno se sienta frente al computador y el otro sostiene abierto el libro que adaptamos. Por eso necesitamos ser dos”.

Cuando la química sucede, es imparable. Lennon solía contar que cuando escuchó a McCartney tocar por primera vez, supo que era realmente talentoso. Por un momento dudó invitarlo a formar parte de los Quarrymen, la banda que daría origen a Los Beatles, porque su presencia podía desafiar su liderazgo. Al final decidió dejar su ego a un lado y lo contrató. Pese a que en el camino no faltaron los roces y los problemas, siempre encontraban la forma de volver. “Yo sabía lo que él pensaba y él sabía lo que yo pensaba. Así que crecimos juntos, y ese es el gran secreto. Éramos dos caras distintas de la misma moneda. Pero necesitas las dos caras para tener una moneda” –explicó McCartney en una entrevista reciente con El País de Madrid–. “Fuimos muy afortunados de encontrarnos el uno al otro”.

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