La
existencia de los pilotos de Fórmula 1 va por raíles en lo relativo a
la comunicación. Conductos que dirigen sus expresiones públicas, jefes
de prensa que canalizan sus apariciones y sofocan cualquier atisbo de
polémica, vidas paralelas que alimentan lo políticamente correcto... Los
pilotos adoran el riesgo y les encanta exhibirse como tipos únicos
comprometidos con la aventura y el peligro. A pocos les interesan los libros, la historia o el placer del conocimiento.
Hace tiempo que Adrian Sutil fue
considerado
un bicho raro. Toca el piano. Su habilidad proviene de la
herencia de sus padres, dedicados ambos a la música y que inculcaron esa
pasión al alemán. Las aficiones de sus compañeros de la parrilla de F-1
van encaminadas al riesgo: ciclismo, triatlón, coches de rallys,
aviones, surf, etc, etc.
A Sebastian Vettel le ha seducido desde hace tiempo una memez:
bautizar a sus coches con nombres de chicas y sus respectivas
circunstancias. Se supone que son sus conquistas. Ha bautizado a los
sucesivos Red Bull que ha conducido con nombres bien simplones: «La
hermana sucia de Kate», «La lujuriosa Liz», «La perversa Kylie»...
Denominaciones
muy celebradas en el mundillo de la Fórmula 1, pero sin ninguna gracia
ni ingenio. Ya se esperaba, entre bostezo y bostezo, el nuevo nombre
para su Red Bull de 2012 y Vettel ha sorprendido: se llamará Abbey (del
inglés, Abadía).
El chico que tan rápido conduce tiene otros gustos, además de los
instintos naturales de todo ser humano. Le entusiasman los Beatles.
Un
punto a favor de Vettel, fanático del cuarteto de Liverpool. Abbey Road
fue su duodécimo álbum y para muchos, su obra cumbre. Es aquella de la
foto en el paso de cebra en la calle Abbey Road, frente a los estudios
en los que se grabaron casi todas sus canciones desde 1962.
La F1 no me gusta, pero a partir de ahora me cae simpático el amigo Sebastian.
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