Fuente: eltiempo.com por Ricardo Silva Romero
Por ejemplo: Paul McCartney. Que habría podido alcanzar demasiado
pronto el punto cumbre de su biografía, como los boxeadores que ostentan
para siempre una victoria de 1972 o los expresidentes espectrales que
flotan hacia la tumba haciéndoles propaganda a sus gobiernos, pero que
en cambio tuvo el coraje de convertir su mítico paso por los Beatles en
el primer acto de su obra. El jueves que viene, en el concierto inaudito
que dará en Bogotá, McCartney va a cantar lo
que ha ido descubriendo
álbum tras álbum desde la separación de aquella banda: va a cantar que
hay que despertarse todas las mañanas como si la pesadilla hubiera
terminado, que hay que aferrarse a los pequeños oficios de cada jornada
si se quiere volver en paz hasta la noche y que hay que pronunciar lo
que se ha visto para llegar a viejo como encogiéndose de hombros
felizmente.
El jueves va a ser ese ejemplo: el hombre que no
cesa. Y al final del concierto, como al final de The Long and Winding
Road o Here Today o Too Much Rain, dejará la triste sensación de que
todo va a estar bien.
Seguro que "el músico popular más exitoso
de la historia", "el compositor del milenio", "la marca registrada que
vale 475 millones de libras" sabe bien a dónde viene: a un país minado
que acaba de convertir en criminales a los beneficiarios de Internet,
que ha tenido el estómago para simplemente "lamentar" torturas de 14
años, que ha vuelto políticamente incorrecto hablar de "los ricos", pero
que no ha podido desterrar las páginas sociales de sus publicaciones
más serias. Puede que hoy, en pleno debate sobre la despenalización,
McCartney siga pensando que "las drogas son un problema de cada quien",
que "la mariguana es menos peligrosa que el tabaco, el whisky y el
pegante, y todos son legales", y que a la hora de hablar del tema, en
suma, la única ley que viene al caso es la ley de la oferta y la
demanda. Claro que sí.
Pero el jueves que viene no va a cantar
nada de eso. "Escribo porque quiero escribir -escribió Harold Pinter-:
es puramente accidental que alguna otra persona se avenga a participar".
Pocos creadores en la historia del mundo habrán tenido tantos
espectadores, pocos políticos habrán conseguido hacerse oír por tantos
estadios, pero McCartney, con una sensibilidad que le ha servido a los
negocios, con un sexto sentido que es la diferencia entre un pastor de
garaje y un poeta, ha preferido cantar por cantar: cantarle a quien
quiera oírlo -a quien corresponda- las temibles cosas pequeñas que canta
la literatura, el amor por una sola persona hallada "con un poco de
suerte" entre todas las personas del mundo, las glorias y los duelos y
las trampas que trae cada día.
El jueves, en Bogotá, será un alivio Paul McCartney. El compositor
brillante de Band on the Run, Tug of War y Flaming Pie. El inventor de
tantos solitarios maltrechos: de Eleanor Rigby a Jenny Wren. La voz que,
a los 70 años, ha sabido atenuar la esperanza con la risa.
John
Lennon superó la demoledora experiencia de haber sido un beatle -de
haber sido en vida, y a los veintipico, más popular que Jesucristo-
sicoanalizándose en sus canciones estremecedoras. George Harrison se vio
obligado a ser "un yogi sinvergüenza", según dice su viuda, en el
empeño de expulsar de su cuerpo semejante fantasma. Ringo Starr ha
vivido una vida agradecida a salvo en su talento. Paul McCartney se la
ha jugado en cambio por ejercer su oficio sin contemplar la posibilidad
del retiro, por cantar en Abu Dhabi o en Florianópolis lo que ha visto y
lo que no, para envejecer de pie, para digerir un pasado que podría
haberlo convertido en un espectáculo de feria: un hombre que fue.
Paul McCartney sigue siendo. Y el otro jueves no quedará más que dar las gracias.
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